Asistir a la proyección de la película “El Lobo de Wall Street”, con Leonardo Di Caprio, resultó sumamente interesante para todos los presentes en la cómoda y refrigerada sala. Pero escuchar los comentarios a la salida de la misma resultó, por lejos, aún más elocuente.
Y ello porque la mayoría de las interpretaciones hacían hincapié en el escenario de libertinaje y abusos de todo tipo mostrados pero, en general, obviaron referirse a un mensaje que, aunque menos glamoroso, también quedó claro.
Y ese es, para quien escribe esta columna al menos, que sin la existencia de un desmedido apetito por obtener éxitos y ganancias de la sociedad difícilmente personajes como el que encarna el eficiente Di Caprio podrían tener un lugar en estos escenarios.
En relación a ello, el idioma inglés tiene una palabra que se aplica perfecta y claramente: “greedy”, que representa el excesivo deseo por comida o riquezas en grandes cantidades, voracidad.
Y pensé en unir ese vocablo con un concepto que desgranó Robert Schiller, último Premio nobel de Economía, al asegurar que si algo se aprendió de la última crisis que alcanzó su pico en el año 2008, fue que prevenir el próximo “crac” será una tarea más que difícil.
Porque advertir el próximo desastre requerirá vigilar la adhesión de las grandes compañías financieras globales a los principios de las “buenas prácticas financieras” pero, también, que los políticos (y quienes los votarán) entiendan dichos principios, la mayoría de los cuales responden al sentido común, y se empeñen en hacerlos cumplir.
Sin embargo la defensa de semejantes ideas hoy parece relegada en la agenda de los gobernantes de las principales potencias globales como así también en las prioridades de sus mandantes.
Y, tal vez, parte del éxito de la película de marras radica en que la sociedad en EEUU, y en otras partes de mundo también, muestra más interés en escuchar acerca de “castigos” a los financistas antes que preguntarse a sí misma porque sucedieron las cosas y qué hacer para, en lo posible, evitar la repetición de hechos que acabaron con miles de fuentes de trabajo y dejaron sin sus casas a una enorme cantidad de familias.
La crisis financiera que estalló con la quiebra de Lehman Brothers, y que aún persiste, tuvo su epicentro en el boom de la construcción en EEUU y la consecuente burbuja de precios inmobiliarios que comenzó a insinuarse varios años antes del desastre.
Y vale acotar que el combustible de esa hecatombe fue la facilidad con la cual el sistema financiero americano otorgó préstamos hipotecarios con abuso de los niveles de endeudamiento, descuidos en mensurar la capacidad de repago del deudor y con tasas mucho más elevadas que el promedio.
Así mismo uno de los organismos oficiales americanos que resultó esencial para que el descalabro se produjera fue el sistema de préstamos hipotecarios del propio gobierno -Federal Housing Administración-, que por cada dólar en su caja prestó USS30 a los compradores de inmuebles y ayudó con esa multiplicación a expandir la masa de créditos circulantes los que, en gran medida, resultaron luego incobrables.
Peor aún. Dicha política de préstamos sobredimensionados aun mantiene plena vigencia a cinco años de que explotara la crisis que se llamó, justamente, de hipotecas a tasa de segunda línea (sub prime) según un informe que presentó hace poco el Wharton School al Congreso de EEUU.
Es decir, en otras palabras, que algunas de las herramientas que facilitaron el mayor descalabro en lo que va del siglo mantienen en plena vigencia y constituyen un gatillo listo para disparar nuevos problemas de solvencia en los mercados sin que ello, por ahora al menos, despierte las alarmas de los medios financieros.
Parece entonces que relatar los detalles de un incendio resulta más glamoroso que prevenirlo.
O, para aplicarlo a los comentarios de esta columna, que relatar las historias relativas a las crisis financieras resulta mucho más interesante que empujar la aprobación de políticas para prevenirlas.
Es de esperar que nuevas y más conservadoras políticas de crédito se apliquen en EEUU y, sobre todo, en Europa.
Mientras tanto convendría preguntarse qué festejan los mercados accionarios globales que rompen nuevos récords como si todo anduviera sobre ruedas mientras que son muy pocas las economías del mundo que respiran sin dificultades.